Hiding place

Hiding place
Hide me from any, sorry! everyone

sábado, 31 de julio de 2010

arOs

[Explicación:] Aunque el color naranja podría parecer, en estos tiempos donde todo se tiene que poder porque todo depende de mí, pesimista; no es así. Reconocer que hay cosas por fuera de mi alcance solo significa que para ampliar ese límite (rojo) debe haber un proceso, cambios. Lo que puedo siempre tiene la posibilidad de ampliarse pero en el momento en que deseo o decido, hay establecido un límite que no cambia a menos que cambien también las situaciones en las que quien decide/desea se encuentra.
Después de escribir esto, aunque el "diagrama" podría ser recibido con regocijo por estos tiempos, talvés por considerarlo material didáctico para niños en crecimiento; tampoco todo se puede y esa idea también puede leerse en los círculos del dibujo. Hay unos límites, la razón no todo lo puede, ni conocer ni hacer, y re conocer que existen es algo saludable en todo sentido.
Entonces, si asumimos que ser feliz es hacer las cosas porque quiero, porque de esta forma se garantiza cierta individualidad y libertad, entonces podremos decir también que querer cosas que puedo son una condición necesaria (no sé si suficiente) para ser feliz.
Hacer las cosas porque quiero, eso es ser feliz.
Soy feliz cuando mis posibilidades son más amplias que mis deseos.
Felipe tiene razón en algo: soy una calienta-huevos. No sólo escribo esto porque acepte que lo soy, sino porque descubrí por qué me gusta. Me gusta porque da cierto poder, cierto control sobre la situación.
En estas situaciones, en esas en las que me puedo dar el lujo de ser la última que decide, se amplía mi campo de posibilidades y lo que quiero no me “frustra” (ésta es una palabra muy grande para el tema del que estoy hablando) por sobrepasar mis capacidades y en cambio, hace lo que quiere sin obstáculo alguno.
Entonces escojo decir no a cosas o personas a las que hubiera aceptado más que complaciente cuando no existía la posibilidad y “sufría” por querer más de lo que podía.

sábado, 24 de julio de 2010

Me siento cansada, sin-ganas; triste. Masoquista: quien se asoma por la ventana de los otros y logra extender sus deseos sin poder extender sus posibilidades por medio de comparaciones inevitables y siempre odiosas. Leeré mafalda.

viernes, 23 de julio de 2010

Por un tiempo pensé que los libros tenían un efecto agregado en sus dueños, en los que además de tenerlos, los leen. Es decir, que las personas que leían estaban por encima del resto. Pensé que entre más leían, mejores personas podían ser. Ciertas cosas me han mostrado que no siempre es así, y que incluso los que más leen son los más lisiados para tratar de escribir algo fuera del papel, su propia historia, impedidos para ser protagonista y no lector o narrador, para merecer aunque sea una línea en el papel. Es más, terminan muchas veces, confundiéndose con la “masa iletrada” de la que se ríen, esa que no sabrá cómo pedir un café por el que pagarán tres veces su precio…
[IDon’t like those places].

domingo, 11 de julio de 2010

Instante

No sé desde cuando me empezaron a parecer odiosas las interminables fotos a cada instante, con cada persona, en cada lugar, desde cada ángulo posible en el que se pueda estar. Como si fuera necesaria una prueba de cada cosa que pasa. Como si su sola existencia, la de la realidad, no fuera suficiente.

Nada tengo que justificar cuando las cosas pasan, nada tengo que citar o mostrar. Las cosas pasan incluso si no las recuerdo después. Es esto tal vez lo que impide que queramos cambiar las cosas, nos sentimos anclados por nuestro pasado, aquel que recordamos constantemente, definidos sólo por esto. Desde el ahora estamos pensando ya en la creación perfecta de nuestro pasado, de nuestros recuerdos; lo cual –creo- impide que se disfrute.

Nuestros primeros recuerdos, los que decidimos atesorar, se convierten en la tabla con que se medirán mis siguientes actos. Mi presente no logra diferenciarse mucho del pasado próximo sin que pueda considerarse algo incoherente que sólo puede y debe ser justificado por una alteración excesiva de los sentidos y los reflejos, ojalá pérdida de consciencia.

Pero a pesar de los recuerdos a los que nos aferramos cuando evitamos olvidarlos al tratarlos de manera especial, las cosas cambian. El pasado, de lo que vivimos, los recuerdos que construimos con fotos, cartas, recipientes con letras tal como las que acabo de escribir; todo eso, a pesar de ser real porque pasó, porque encontró lugar para existir (el papel o mi boca, la de cada uno), cambia, deja de ser. Dejas de querer, dejan de gustarte ciertas cosas (no precisamente porque estés evolucionando, madurando); empiezas a querer a otras o de otras formas, tu gusto cambia y tu forma de actuar también debería.

Las cosas cambian, y para no ser esclava del tiempo, del pasado que apenas creo, hay que disfrutar.

Yo, disfruto mucho más las cosas cuando no estoy pensando en ellas. La “consciencia” sobre la situación que se disfruta, siempre trae consigo –en mi caso- la preocupación de que se va a acabar, de que el recuerdo no va a ser suficiente, de que me acabo de tirar el momento. No se puede ser el narrador (omnisciente) y hacer parte de la obra al mismo tiempo. No sin tener que fingir sensaciones a partir de sus definiciones. [Me encantan los diccionarios].

Disfrutar es dejarse llevar por el momento, por las sensaciones, no pensar en él, ni siquiera en palabras que las describan, simplemente sentirlas, vivirlas. “Dejarse llevar”. Esta expresión sí que me parece problemática, para mí, para la menopáusica que odia citar. No porque quiera robarme las ideas de alguien, sino porque no me gusta pensar que todos los caminos ya fueron recorridos y que lo único que queda es crear diálogos ficticios por medio de mis manos y mi boca con palabras, ideas ajenas… Ahhh…

Entonces, ¿Dejarse llevar para disfrutar? ¿Y la resistencia, la voluntad de hacer las cosas distintas al querer dejar de ser unas cosas y empezar a ser otras? ¿Y las palabras, el poder que tienen, la fuerza de la que me valgo para no ser tan incoherente, para cumplirme, para no dejarme llevar por la historia, la costumbre; para que no se ahogue lo que quiero distinto? … sáLm-oN!

lunes, 5 de julio de 2010

Bulletproof

Hace poco le perdí el amor a la esperanza, a eso que creía era el motor de todo cambio, sobre todo de los cambios grandes, los que eran capaces de envolver a toda una sociedad que se creía capaz y poderosa por una vez en su vida. Se lo perdí. No quiero quedarme esperando, no quiero que cosas me queden pendientes, no quiero temerle a la muerte al tener que pedirle siempre prórrogas para poder hacer lo que yo quiero.

La esperanza es lo que permite que las cosas se queden tal como son, que no haya cambios ni sorpresa alguna, que todas las novedades se queden encerradas en un futuro en forma de sueños que nunca llegan, futuro que nunca encuentra tiempo. Futuro que se convierte en el único plazo que no se cumple.

.Sin Esperanza. Para darle la cara a la muerte sin miedo, para darle valor a la vida por lo que permite y no por lo que se debe evitar para darse más tiempo; para "tratar de hacerme invulnerable a las balas". Y es que, finalmente, si “una sola golondrina no hace verano”, no tengo problema en morir en invierno.

domingo, 4 de julio de 2010

Intuición

(Del lat. mediev. intuitĭo, -ōnis). 1. f. Facultad de comprender las cosas instantáneamente, sin necesidad de razonamiento. 2. f. Resultado de intuir. 3. f. coloq. presentimiento. 4. f. Fil. Percepción íntima e instantánea de una idea o una verdad que aparece como evidente a quien la tiene. 5. f. Rel. visión beatífica.
De alguna manera, esto se me perdió en el camino.

sábado, 3 de julio de 2010

Silvia en N.Y. Pedro Juan Gutiérrez

EN EL INVIERNO de 1992 Silvia visita New York por tres meses y se aloja en el apartamento de una prima en 94 St. West, a un costado del Central Park.

Una tarde, diez minutos antes de oscurecer, camina apresurada y cuidadosamente por un sendero del parque. Se concentra en sus pasos porque hay rachas de viento. El piso está helado y puede resbalar.

Es una zona completamente desolada. Sólo los árboles, los bancos y el viento frío. Un poco más allá hay unas canchas de tenis. Vacías. Silvia lleva las manos en los bolsillos de su largo abrigo negro. Palpa un paquete de tarjetas, con la reproducción de uno de sus cuadros. En el reverso está impresa la invitación para la apertura de su primera exposición personal en N.Y. Dentro de tres días. Consiguió una galería que está bien. No es de primera categoría pero tampoco es de cuarta.

Silvia piensa cómo va a organizar el vernissage y hace cálculos para el futuro. Su sueño dorado es encontrar un marido millonario que la mantenga, para ella entregarse totalmente a su arte. El viento está muy frío. Tiene la cara y las orejas heladas. De repente aparece un negro alto y robusto que la agarra por un brazo y le dice algo en inglés. Silvia se horroriza y piensa: “Oh, no, a mí no me puede pasar esto. No puede ser”. El tipo tiene la pinga tiesa bajo el pantalón y el zipper abierto. Ella intenta zafarse pero la sujeta una mano de hierro. Es tanto el miedo que le invade un frío intenso en todo su cuerpo y comienza a temblar. Piensa decirle: “Oh, please, please”. Pero no. Le parece ridículo decir solo eso. Se le olvidó todo el inglés. Es como si tuviera la mente en blanco. De nuevo intenta desprenderse y salir corriendo. El tipo entonces la agarra por los dos brazos y la atrae hacia sí. Intenta besarla. Ella huele su aliento a tabaco y alcohol y se asquea. Ladea rápidamente la cara y se echa hacia atrás. El tipo la besa en el cuello y la chupetea. Ella forcejea un poco más. El hombre la empuja. Silvia pierde pie y trastabillea. El la sostiene para que no se caiga. Es un mastodonte jugando con un pajarito. Silvia es muy delgada y endeble. Y no deja de temblar. El tipo la lanza contra un banco y la obliga a sentarse bruscamente. El permanece de pie. Con la mano izquierda la aguanta por el hombro. Con la derecha busca dentro de su pantalón y saca una tranca negra, tiesa, larga y gorda. ¡Cojones! Silvia la mira. Tiene que mirarla porque está a dos centímetros de sus ojos, y piensa: “¡Coñó, ahora sí se jodió esto. Tremendo pingón, madre mía! ¡Si me la mete me raja en dos, me destroza el muy hijo deputa!” Respira profundamente y se muerde los labios con fuerza. “¡Ay, mi madre, ¿por qué a mí?!” Se acuerda de Jesucristo en la cruz. No reza desde su adolescencia en las “Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús”, en La Habana. Todo pasa por su mente en fracciones de segundo. Se ve arrodillada entre los bancos de la capilla, rezando y mirando a Jesucristo crucificado. Le gustaba. Fue el primer hombre que le gustó. Era bellísimo, con aquel rostro dulce y sereno. Y el trapito blanco amarrado a la cintura y cubriéndolo. Era erótico. Lo más erótico y sensual que podía encontrar a su alrededor.

El negro le decía cosas en inglés. Murmullaba. Demasiado slang. Silvia no entendía. No había nada que entender. Todo era evidente. El tipo se masturbó con la mano derecha y con la izquierda palpó por debajo del abrigo de Silvia y le tocó sus muslos. Ella usa un blue jeans viejo y cómodo. El tipo intenta romper el botón desgarrando la tela. Silvia recordó como un flashazo una película argentina que se desarrolla en la Tierra del Fuego. Federico Luppi tiene que ir a Buenos Aires y se despide de su mujer. Ya a punto de irse, el último consejo es: “Si te van a violar, relájate y goza”.

“Relájate y goza, Silvia, relájate y goza”, se repite un par de veces. Entonces recupera fuerzas y mira la pinga del tipo. Está a medio palmo de su cara. No puede. Le da asco. El tipo sonríe satisfecho. Le están saliendo bien las cosas. Se masturba rápidamente y sigue intentando romper el pantalón. Quiere meterla de todos modos. De golpe Silvia recupera la voz y, sin pensar le grita: -Fuck you, man! Use condón, son of bitch, hijo deputa! Use one condón! ¡Negro singao, maricón, abusador, hijo deputa, ojalá tuviera una pistola aquí, abusador! Fuck you! Use one condón!

El tipo, con su voz bronca, le dijo algo ininteligible y le sonó un par de galletazos por la cara que hicieron estremecer el cerebro de Silvia. El tipo quizás estaba drogado. Pegaba muy duro. Era mejor no enfurecerlo. No tenía preservativos. No le interesaban. Siguió masturbándose con la derecha. Con la izquierda registra en el pantalón de Silvia. Mete la mano por debajo del sweater y la camisa de lana. Toca la suave piel de ella. El tipo no lleva guantes y tiene las manos heladas. Le agarra las tetas. Las teticas. Silvia está muy delgada y tiene unos pechos diminutos. Siente aquella mano grande y áspera cómo las soba y le aprieta los pezones. Silvia piensa velozmente: “Le hago una paja y me voy corriendo. Este negro cabrón puede tener sida. Si me mete esa tranca me raja en dos pedazos y me deja aquí desangrándome. ¡Que se la meta el coño de su madre!” Rápidamente agarró la pinga con la mano derecha y se la masajeó. Es muy gorda y muy larga. Ahora se ha puesto más grande aún. Es enorme. “El forcejeo es lo que excita a este hijodemalamadre”, pensó Silvia. Se la apretó bien al tiempo que le bota la paja. Necesita entretenerlo y que se venga rápido. Silvia sabe hacerlo perfectamente. En La Habana se ha templado a unos cuantos negros. Pero siempre ella tenía la ventaja de ser blanca, joven y bonita. Los negros le perreaban atrás un buen tiempo hasta que al fin ella se decidía a dirigir la operación y llegar a la cama. Siempre tenía el sartén por el mango. Ahora se sentía humillada. Por primera vez en su vida. Le escupió en la cabeza de la pinga, pero casi no tenía saliva. El miedo le dejó la boca seca. Movió la lengua contra el cielo de la boca y acopió saliva porque de lo contrario el tipo le iba a meter la pinga en la boca y la obligaría a mamar. La paja le estaba saliendo bien porque el tipo emitía sonidos de placer. Ella temblaba. Sentía la mano congelada que le sobaba los pezones y se los pellizcaba. Ella se esforzaba con sus dos manos dándole pa´atrás y pa´lante. Se la meneaba y miraba alrededor. Nadie. No aparecía nadie. Aquello era un desierto semicongelado. “Ay, mi madre, si apareciera un policía y le entrara a palos a este negro cabrón”. Ella seguía meneando con las dos manos y mirando a uno y otro lado. La pinga seguía frente a ella, apuntando como un cañón, a medio palmo de su cara. De pronto el tipo le soltó un chorro de leche en la cara. Le bañó el rostro. Y otro lechazo más. “¡Qué cojones! ¡Tenía dos litros de leche en los huevos, el muy singao!”, pensó Silvia. La sorprendió. Ella no lo esperaba tan rápido y ya era tarde. Sintió el sabor ácido-dulce del semen en su lengua, en la garganta, en los labios. El olor acre de la leche. Le entró hasta por la nariz. Soltó la pinga. Se limpió con las manos. Tenía pañuelos de papel en el bolsillo. Los buscó. El tipo ahora se masturbaba él mismo, frenético y jadeando. Seguía soltando chorros de leche encima de Silvia y le ensució el abrigo. Ella volvió la cara. Escupió una y otra vez. Asqueada. El tipo quedó medio desfallecido. Ella lo empujó y salió caminando aprisa mientras se limpiaba con los pañuelos de papel y escupía. Resbaló varias veces en algunos charcos congelados y estuvo a punto de caer al suelo. Seguía con el sabor acre del semen en la boca. Y se había tragado un poco. Lo sentía más atrás de la garganta. “¿Por qué tenía la boca abierta? ¿Cómo es posible? ¿Seré estúpida? La tenía en la punta, el muy cochino, hacía un mes que no se venía. Me soltó dos litros de leche encima. ¡Coño de su madre, hijoputa! Tenía que tocarme a mí. No había otra en todo el parque. Si tuviera una pistola le entraba a tiros”. Iba rabiando y casi corriendo, a pesar de los resbalones. Blasfemaba y temblaba de frío, de nervios, de rabia, de furia, de impotencia.

En pocos minutos llegó al apartamento de su prima. Subió las escaleras hasta el segundo piso. Sacó las llaves y se detuvo antes de abrir la puerta. Cerró los ojos y pensó: “Tranquila, Silvia, tranquila”. Se pasó las manos por la cara, por el abrigo. Ya todo estaba seco. Se alisó el pelo y de nuevo concentró su mente calculadora: “Ya, no pasó nada, tranquila”. Abrió la puerta y entró sonriendo. No había nadie. Sobre la mesa un mensaje escrito con tinta roja en una hoja blanca: “Regresamos tarde. Cena tú sola. Hay pollo en la nevera”. Se quedó leyendo el mensaje una y otra vez. Muchas veces. Fue hasta el equipo de música y lo conectó. Tenía colocado un CD con “La Tempestad”, de Jean Sibelius. La música comenzó a invadir lentamente a Silvia. “Las Oceánicas”. Fue hasta el baño. Dejó la puerta abierta. Se desnudó. Hizo un gran bulto con toda la ropa. Después la botaría, incluido el abrigo que tenía las manchas secas y blanquecinas del semen. Se duchó largamente y lavó muy bien su pelo. Cepilló sus dientes dos veces. Se secó y se puso agua de colonia abundante. Siguió sintiendo asco. Las habitaciones estaban caldeadas y regresó desnuda a la sala, escuchando la música. Se dejó caer en una butaca, echó la cabeza atrás, cerró los ojos, y se olvidó de todo. Solo existía Sibelius. In crescendo.

Un mes después regresó a La Habana. Hacía nueve meses que viajaba. Seis meses en Madrid y tres en New York. Buscaba galerías que se interesaran por su pintura. Yo la esperaba en el aeropuerto. Se sorprendió cuando me vio. No me lo dijo pero lo leí en sus ojos: no esperaba verme después de tanto tiempo y de ciertas peleas telefónicas. Sobre todo en los últimos tres meses. Pero yo estaba enamorado como un perro. Eso es lo peor que le puede pasar a un hombre. Enamorarse demasiado y apasionarse con una mujer bella. Nos fuimos a su estudio. Pusimos a un lado el equipaje sin abrir y nos besamos. Un beso con lengua y chupones. Se nos olvidaron los nueve meses de separación y las broncas telefónicas. Templamos como dos locos. Igual que siempre. Seguimos así unos días más. Una tarde descansábamos en la cama. Lo recuerdo perfectamente. Me dijo: -Tengo que decirte una cosa. -¿Qué? -Quizás tengo alguna enfermedad. -¿Por qué? ¿Templaste sin preservativo? -Me violaron en el Central Park, frente al apartamento de mi prima. -Ah, no jodas, Silvia. -En serio. -No, no. -Sí. -Uff, ¿Y esperaste hasta ahora para decirlo? ¡Tú eres la más papayúa de Cuba? Se quedó en silencio, mirándome. Vio que me empingué muchísimo, y cambió en un instante: -Jajajá. Es un chiste. No me creas. -¿Un chiste? -Sí, jajajá. -Sí te violaron. Chiste ni pinga. -No te pongas así. Era un juego.

Nos quedamos en silencio, mirando al vacío. Me levanté de la cama. Fui a la cocina y preparé café. Me puse furioso. Con rabia como un perro. Tenía ganas de entrarle a piñazos a la pared y romperlo todo a patadas. Cuando regresé con el café Silvia lo había pensado mejor y me dijo: -Cálmate y no te alteres. Te voy a contar cómo fue.

Me lo contó todo. Sin perder detalle. Hasta Sibelius. Se me pasó la furia. Pero no pude olvidar. Una semana después nos separamos. Silvia insistía en irse definitivamente. A Miami o New York. Sólo hablaba de eso. Obsesivamente. “Me siento encerrada en una jaula. Esta isla es una jaula”, me repetía continuamente. Quería que yo me fuera también. Yo no quería irme y ella no lo entendía. Me acusaba: “irracional, sentimentaloide, blandengue, cobarde, aguantón, no tienes por qué aguantar esta mierda”. Yo me defendía: “Está bien, soy un sentimental y no una computadora”. En fin, me desalenté mucho. Ya no podía acariciarla con ternura, no tenía erecciones. Nada. Una tarde cogí mi bicicleta. Puse en una bolsa lo poco que poseía, y me marché. No sé donde vive ni que hace. No sé nada. Alguien me dijo que se casó con un siquiatra millonario, que vive en la zona de Cape Cod y que ha engordado muchísimo. No sé. Yo caí en un estado depresivo que me duró años. Fue terrible y no quiero recordar aquel tiempo: depresivo, furioso, rabioso, desconcertado, borracho todo el día, sin comida, sin dinero, claustrofóbico, con intenciones suicidas, todos los días me templaba a una negra diferente. A veces me pegaban ladillas. Las buscaba entre las más vulgares y prosaicas de mi barrio. Me gustaba golpearlas cuando las tenía bien clavadas, y ellas se arrebataban con mi sadismo. Quizás eso fue lo que me salvó: las borracheras, las mujeres, soltar furia, tirarlo todo a mierda, no esperar nada de nadie. Y escribir. En las madrugadas, borracho, escribía cuentos de todo lo que me sucedía. Era muy divertido. Y seguí adelante. Y aquí estoy.

©Pedro Juan Gutiérrez Silvia en N.Y. es un cuento que está incluido en el volumen El insaciable hombre araña

Un cuento donde toca tragar, pasar para poder seguir leyendo, para no ahogarse. No me quejo: si escribir es como vomitar, el lector no puede esperar estar limpio ni imperturbable, ¿no?